José Ramón Enríquez.
Ha muerto Harold Pinter y se le ha llorado por todo el orbe. Artífice y maestro, marcó su época y para las futuras ha dejado una profunda huella. Con todo lo en ocasiones discutible del Premio Nobel, no lo fue en su caso, y sí fue un motivo de orgullo para la comunidad teatral de la cual formó parte como actor, director e insuperable dramaturgo.
Poco queda por decir sobre lo dicho. Pero mucho para sentir su ausencia. Sobre todo el hueco que deja en nuestro tiempo cuando la inteligencia y el compromiso son moneda devaluada, mientras el lugar común, la corrupción y la audacia especulativa ocupan primeros lugares en el mercado tanto económico como social.
Pinter fue, sobre todo, un artista inteligente y comprometido. Su manera de entender lo humano y de ubicarlo en su época corrió al parejo de su compromiso con la misma humanidad que hacía encarnar en escena. No hizo concesiones a la estupidez del poder en ninguna de sus formas. Queda su discurso con ocasión del Nobel para demostrarlo.
Pero si la muerte de Pinter me conmovió tanto como al mundo entero, también fui conmovido por una actividad aparentemente pequeña en una comunidad para muchos desconocida, 28 kilómetros al sureste de Mérida. En Tecoh, que significa en castellano “lugar del puma” o “donde se hicieron sonar los tunkules”, una actriz, directora escénica e investigadora originaria de este municipio, Socorro Loeza, presentó Memoria histórica del teatro en Tecoh, 1930-2004.
Para ubicar el fenómeno teatral en su municipio, Socorro Loeza se remonta a la época prehispánica para recordar a los baldzames, encargados de representar farsas y comedias para el pueblo, y que contaban con dos teatros pequeños en Chichén Itzá. Con ello contradice la extendida postura de que no existía teatro prehispánico fuera de lo ceremonial civil o religioso.
Ya en el siglo XX, la investigadora parte de la fundación de la Sociedad Cultural Pedro Escalante Palma, en 1930, para rescatar puntualmente nada menos que casi ochenta años de una actividad teatral en la cual ha estado involucrada la comunidad entera.
Ese es precisamente lo conmovedor: que, como Socorro asegura, “En Tecoh de cualquier puerta que toques sale un artista”.
Un maestro rural, como tantos que han llevado y continúan llevando la cultura a nuestra comunidades más apartadas, Don Lorenzo Rosado López, encabezó un grupo que tomó el pseudónimo de un tecohense distinguido (fallecido en navideños días como éstos pero de hace 104 años) el periodista y dramaturgo Pedro Escalante Palma, que firmaba sus sátiras precisamente como Pierrot.
La máscara tragicómica que llegara a Francia, tras ser Pierotto o Trivellino en la Commedia dell’Arte italiana, mucha legua recorrió para continuar su camino al sureste de nuestro país.
Y, como siempre en el teatro popular, Socorro Loeza documenta cómo es el entremés, el sainete o la zarzuela lo que más atrae a la comunidad, cuando no se trata de festividades de origen religioso en que privan las pastorelas o las diversas formas de representar la Pasión.
Es verdad que, por ley, debe exigirse a los funcionarios tanto municipales como estatales y federales el apoyo a la cultura, muy especialmente al teatro que no sólo educa sino que cohesiona a la comunidad y que por sus características ha requerido siempre de algún mecenazgo. Sin embargo, más allá de los apoyos gubernamentales, es la voluntad del pueblo la que mantiene vivo su teatro.
Así se ha demostrado en Tecoh, y así llegó a confirmarlo con su extravagante intromisión, precisamente cuando se presentaba el trabajo de Socorro Loeza, un funcionario que lleva el nombre del poeta suicida Manuel Acuña, al hablar de la extraña ausencia de quién sabe qué papeles para justificar por qué no se había arreglado la Casa de la Cultura.
En Tecoh, durante casi ochenta años, el pueblo mismo ha venido haciendo teatro para el pueblo mismo. Fenómeno digno de estudio para quienes buscamos los públicos perdidos. Tal vez, como en la fábula de Maeterlinck, el pájaro azul siempre ha estado a nuestro lado, sólo que nos hemos olvidado de mirarlo.
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