30 de agosto de 2013

Crónica de una semana en la Escuelita Zapatista.

Texto y fotografías: María Álvarez Malvido* / Nexos.

El pasado 12 de agosto de 2013, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) abrió las puertas de las comunidades autónomas indígenas para iniciar el curso “La Escuelita Zapatista. La libertad según l@s zapatistas” que duraría hasta el día 16. Invitaron a 1700 alumnos de todas nacionalidades, profesiones y edades, desde los 11 meses hasta los 90 años. Las comunidades de los cinco Caracoles autónomos nos invitaron, por cinco días, a escuchar.

Llegó la invitación por correo electrónico “desde las montañas del sureste mexicano”, firmada por el Subcomandantes Moisés  y el Sup Marcos. Contenía las fechas del curso y los cuatro temas a abordar: Gobierno Autónomo I, Gobierno Autónomo II, Participación de las mujeres en el gobierno autónomo y Resistencia autónoma. La Escuelita Zapatista, explicó Marcos a través de varios comunicados publicados en La Jornada, no sería tradicional: no tendría bancas ni pizarrón, tampoco un profesor al frente dictando definiciones de libertad, autonomía resistencia. Este curso se aprendería en la cotidianidad de una comunidad autónoma, recibiendo a cada alumno en una familia indígena zapatista. Además, informó que tendríamos un Votán, definido por los zapatistas como “guardián y corazón del pueblo” o “guardián y corazón de la tierra” o “guardián y corazón del mundo”. Éste guardián sería nuestro tutor, nuestro maestro, plan de estudios y compañero, también sería nuestro traductor e intérprete, pues las familias nos hablarían en su lengua indígena.

Con los comunicados guardados en mi mochila (como única información de la Escuelita a la que me dirigía) llegué el sábado 12 de agosto al Centro Indígena de Capacitación (CIDECI) en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, que también funciona como la Universidad de la Tierra. En la entrada me encontré con varios compañeros que compartían mi expresión de incertidumbre y emoción, como la que tiene un niño en su primer día de clases. Después de una larga fila me registré (depositando en un botecito el donativo solicitado de 100 pesos) y  recibí cuatro libros de texto con los respectivos temas del curso, así como un gafete que indicaba en cuál de los cinco Caracoles autónomos nos tocaría: La Realidad, Oventik, La Garrucha, Morelia o Roberto Barrios.

Una vez registrados todos los compas, nos llamaron a formarnos según nuestro Caracol de destino. Me integré a la fila de gafetes amarillos para abordar una de las  camionetas y camiones de redilas que ya nos esperaban para transportarnos en caravana al “Caracol Morelia: Torbellino de nuestras palabras”.Mis compañeros de pick-up fueron solo una introducción a la diversidad de personalidades que encontraría en la Escuelita: Una mujer italiana de unos 50 años, comprometida con el EZLN desde el levantamiento de 1994; otra compa fotoperiodista de Estados Unidos, un Profesor de Sociología de la Universidad de Chapingo, un joven dedicado a la realización de páginas web para movimientos sociales, otra compañera periodista del Distrito Federal y    un par con Asociaciones Civiles contra la violencia en Guerrero y Colima, y yo, estudiante de Antropología Social.  Convivimos por 6 horas moviéndonos al ritmo de la terracería y de las curvas de la carretera hacia Altamirano, localidad en donde se encuentra el Ejido de Morelia.

Seis horas después, ya a media noche, un colorido letrero nos indicaba que habíamos llegado a Morelia: “ESTA USTED ENTRANDO A TERRITORIO ZAPATISTA EN REBELDIA. AQUÍ MANDA EL PUEBLO Y EL GOBIERNO OBEDECE”. De fondo, un mural de Zapata junto a un caracol y en grandes letras rojas, el lema del caudillo revolucionario “TIERRA Y LIBERTAD”. Descendimos de los vehículos para hacer dos filas paralelas, una de compañeros y otra de compañeras. Del otro lado, como espejo, nos esperaban dos filas iguales de hombres y  mujeres, nos miraban con el rostro cubierto tras  un pasamontañas o un paliacate rojo. Pasaron minutos de completo silencio, de esos que no se olvidan.  Así, avanzando, nos asignaron uno a uno a nuestro Votán, del mismo género pero de manera aleatoria.

Mi Votán fue Maribel, una joven tzeltal de 17 años vestida con jeans y playera de colores (a diferencia de otras mujeres que visten  sus trajes tradicionales). Maribel es del Municipio de Olga Isabel, uno de los siete que conforman el Caracol Morelia. Le gusta escuchar la radio comunitaria “porque ponen música zapatista” y hace bordados para trajes tradicionales, además del trabajo colectivo. Me cuenta que terminó la secundaria y le gustaría ser Promotora de Educación (maestra).  Me guió, con la cara aún cubierta por un paliacate rojo, al galerón en el que dormiríamos todas las alumnas por una noche, sobre tablones de madera y bolsas de dormir. Después nos reunimos con el resto de los alumnos y sus respectivos guardianes al auditorio en donde se llevan a cabo las Juntas del Buen Gobierno, tapizado de coloridos murales de diversos artistas internacionales.

Nos recibieron con una ceremonia que finalizó con gritos de “¡Viva el EZLN! ¡Vivan los pueblos autónomos! ¡Vivan las mujeres zapatistas! ¡Viva el Subcomandante Insurgente Moisés! ¡Viva el Subcomandante Insurgente Marcos! ¡Viva!” y nos sacudimos el cansancio del viaje para continuar con el baile que nos esperaba en la cancha de basquetbol.

Al día siguiente nos despertaron nuestras respectivas guardianas. Ahora si podíamos ver sus rostros. Desayunamos frijol, arroz y tostadas, y comenzó nuestro día de clases que nos introduciría a la vida autónoma y colectiva de los pueblos zapatistas a los que llegaríamos más tarde. En cada clase se presentaban unos veinte miembros del Caracol Morelia al frente del auditorio. Con el pasamontañas bien puesto y micrófono en mano, nos compartieron su testimonio de lucha y resistencia. Escuchamos sobre sus logros, errores y aprendizajes del camino que hoy conmemoran con el décimo aniversario de los Caracoles. Hablaron, con el corazón en la garganta, de su pasado de represión y dominación al que hoy se resisten con la libertad que les brinda tener un gobierno autónomo, donde el pueblo manda y el gobierno obedece, donde la tierra que trabajan es suya y el fruto su alimento, donde el tzeltal, tzotzil o tojolabal son lenguas oficiales y no dialectos olvidados.

“No sabíamos cómo gobernar, cómo organizarnos. Con el tiempo hemos aprendido y formado 3 poderes” cuenta Rosa Isabel, mujer indígena zapatista del municipio 17 de septiembre “Está el Gobierno Local, el Municipal y la Junta del Buen Gobierno. El que se elige como gobernador no debe de estar muy preparado ni debe de haber estudiado ciencias políticas, él no sabe que le va a tocar. No hay campañas de por medio”. 

Los y las compañeras  hablaron del trabajo colectivo en la milpa, el ganado, la hortaliza, las gallinas y el pan. Se abordó también el tema de salud, el papel de las parteras, hueseras y herbolarias. Después, mujeres y hombres hablaron de uno de los temas centrales del movimiento zapatista: el papel de la mujer y el reconocimiento de sus derechos para opinar, organizarse, trabajar y ser parte de las Juntas del Buen Gobierno, abordando los avances (como la prohibición del alcohol que disminuyó la violencia intrafamiliar) pero también lo mucho que falta por cambiar. La educación, autónoma desde 1999, funciona a través de “promotores de educación” que elige la Junta del Buen Gobierno cada tres años, son jóvenes que reciben capacitación para enseñar los tres niveles en que dividen la primaria, no reciben ningún pago. Todo se basa en la colectividad, en el compromiso a partir de la conciencia comunitaria.

Concluyeron las palabras solemnes de los compas, se entonó el Himno Zapatista y partimos hacia las comunidades acompañados de un diluvio que parecía interminable. Ahora nos tocaba vivir el zapatismo, aquello de lo que habíamos leído, escuchado e imaginado. Así,  junto con 15 compañeros, emprendí el camino de dos horas que nos llevaría al pueblo 10 de Mayo.

Llegamos de noche, se vislumbraban unos foquitos entre las montañas chiapanecas. Caminamos por media hora en un camino que se esconde entre el espesor de la Selva Lacandona y llegamos a la comunidad de 40 familias que nos acogería como un gran Votán colectivo. Nos recibieron en la escuela, un techo de madera con algunas bancas en donde nos esperaban de un lado los niños y de otro las señoras, en el fondo los hombres de pie. Pasaron minutos que transcurrieron con el mismo silencio que sentimos al llegar al Caracol, acompañado de miradas que observan atentas a través de un pasamontañas o un paliacate.

Nos presentamos y nos dieron un caluroso aplauso de bienvenida. Cada alumno partió con su familia, siguiendo los pasos de alguien que conoce su camino entre la montaña. Grabiela de 24 años, me indicó con una sonrisa y palabras en tzeltal, el lugar donde dormiría: un cuarto, con un foco colgando en el centro,  una cama de tablas de madera cubierta por cobijas, junto a una similar para mi guardiana. Al fondo una escritorio, “por que ahí vas a estudiar tus libros”, me tradujo Maribel.  Raquel, su esposo de 25 años, me dio un vaso de agua y me dio la bienvenida junto con Lupe y Jimmy, sus hijos de 9 y 8 años. Mari, de un año, dormía profunda en el reboso de su madre.

La Escuelita transcurrió con la cotidianidad de la familia de Grabiela y Raquel, comenzando el día a las 4.30 de la mañana, hora en que los grillos cantan y la luna brilla. Grabiela me enseñó a  moler el maíz, preparar las tortillas y hervir los frijoles. En ocasiones me daba largas indicaciones (entre risas, por mi torpeza) que Maribel me traducía en dos palabras. Así, mis conversaciones con Grabiela, Raquel y los niños, se convirtieron en un juego de interpretaciones que mediaba mi Votán. Bien advirtió el Sup Marcos en uno de sus comunicados “no sólo le traducirá palabras, sino colores, sabores, sonidos, mundos enteros, es decir, una cultura”.

Después del desayuno de tortillas y frijol comenzaba el trabajo, siempre colectivo. Un día trabajamos la hortaliza que las compañeras zapatistas cuidan una vez a la semana para plantar, recolectar y abonar diversidad de verduras: rábanos, zanahorias, acelgas y lechugas libres de químicos y fertilizantes que cultivan y venden en comunidad. El dinero se va a un fondo común “por si algún compa necesita para el pasaje”. El frijol y las cinco hectáreas de maíz que cultivan también en colectivo, son para el autoconsumo del pueblo, su alimento de cada día, por el que trabajan la tierra, su tierra. Otro día trabajamos en el colectivo de pan, del que cada mujer sale con una bolsita para su casa. Así funciona también el de gallina y el de caña de azúcar.

Los hombres generalmente trabajan otros colectivos, como el del maíz y el ganado, pero se juntan de vez en cuando. Se les ve con machete en mano caminando hacia la milpa, para cosechar y cuidar el colectivo de maíz. Cada quince días caminan o cabalgan hacia el potrero, donde juntan al ganado que tienen en colectivo para limpiar a las vacas de garrapatas y tenerlas listas para la venta, o en ocasiones especiales, cocinar una para eventos o festejos del pueblo, como fue nuestra despedida.

Los niños van a la escuela durante la mañana. Hay tres salones, uno para cada nivel de primaria, que a diferencia del mal gobierno que son anuales, estos duran según la capacidad del alumno y el tiempo que requiera. Cuando se terminan los tres niveles de primaria, entonces se va al otro grado de estudio que llaman “nivelación de conocimiento”. Los promotores que conocimos en 10 de Mayo son jóvenes de no más de 25 años, capacitados y comprometidos con la educación y alfabetización de los niños, tanto en tzeltal como en español.

Las once de la mañana es la hora del pozol. Las familias regresan a casa a sumergir una bola de masa de maíz en agua, diluirla con las manos, y tomarlo frío o caliente, al gusto. Se toma en silencio, las gallinas (que también tienen de manera individual) entran y salen de la casa, al igual que los perros, o chuchos, como les llaman. El humo del fogón está siempre presente en la cocina, dejando un olor a leña que reconozco en el sabor del agua hervida.

Se continúa con el trabajo para la hora de la comida: Grabiela desgrana las mazorcas con el machete que mueve con fuerza y precisión, a mí me enseña a hacerlo con las manos. Mari nos observa por detrás del hombro de su madre, sentada en el reboso que lleva en la espalda. Raquel camina con una cubeta hacia la llave del agua que está en la entrada del pueblo, para regresarla llena. Jimmy y Lupe regresan de la escuela con lápiz y cuaderno en mano.

Entonces llega la hora de la comida y en la mesa se encuentran siempre presente las tortillas, el frijol y el café; a veces elotes, o tamales de elotes, o pan de elote. También en ocasiones se prepara un caldo de pollo, con verduras de la hortaliza y plátanos de los alrededores. Se encuentra también la resistencia y la autonomía, el resultado de trabajar una tierra propia que brinde los elementos básicos para una vida digna: comida, agua, techo, educación y salud, esos elementos que no les dio el mal gobierno, ni sus partidos políticos, ni las miles de promesas que tapizan las calles de los pueblos cada que vez se acercan las elecciones.

Los pueblos zapatistas resisten ante los supuestos programas de desarrollo como Oportunidades y Progresa, resisten ante las clínicas del IMSS que se construyen en los pueblos pero resultan ser cascarones sin funcionamiento, resisten ante las becas sin seguimiento que otorgan los partidos en permanente campaña política y mediática. Resisten ante los modelos educativos que difieren de sus costumbres y conocimientos indígenas. Resisten ante un sistema que no los contempla en su engranaje. Los pueblos zapatistas, autónomos, resisten con organización, trabajo y colectividad.Esta es , si aprendí bien en la Escuelita, la libertad según los zapatistas.

*Estudiante de Antropología en la UAM.

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