29 de septiembre de 2018

JOSÉ REVUELTAS :: ¿Podrán detener el tiempo de la historia?


La siguiente es una versión resumida de la transcripción literal, hecha por el propio autor, de los apuntes que le sirvieron para pronunciar un discurso en la audiencia celebrada en la cárcel preventiva de la Ciudad de México, entre el 17 y el 18 de septiembre de 1970, previa a la sentencia dictada contra los dirigentes del movimiento estudiantil de 1968, publicada por la revista Proceso en su número 1665. Cualquier parecido con la actualidad, algún ligero aire de que estas mismas palabras podrían ser usadas por los cientos de pres@s polític@s que hay en todo el país, NO es mera coincidencia.

Han de excusarme porque me dirija a ustedes sin darles el trato que corresponda a su investidura. Por más esfuerzos que he hecho para encontrar la definición, no he podido dar con ella racionalmente, ni me puedo explicar nada de cuanto sucede, qué es y a qué obedece.

Creo que el derecho a la duda lo he conquistado en el lapso de casi dos años que llevo preso y en que, después del acto de formal prisión, no se me ha llamado a ninguna audiencia, a ninguna diligencia y hasta ahora he tenido el honor de conocer en persona al licenciado Ferrer MacGregor, nuestro juez o que aparece como juez de algo o de alguien.

Estamos ante una ficción incomprensible, que no se puede calificar con exactitud. El Código Penal, el Código de Procedimientos, los conceptos del Derecho, su filosofía, nada de todo esto nos proporciona la respuesta que intentamos obtener acerca de lo que significa, lo que contiene y la razón en que se funda el acto, a todas luces, extraordinario, que aquí nos reúne.

¡Vaya! Ni la imaginación ni la fantasía del Ministerio Público podrían sernos útiles, pese a que nos ha demostrado que las posee en alto grado, durante su intervención en esta Audiencia. Y aun su lógica, que corre pareja con aquéllas.

Es una lógica basada en un sistema de extrapolaciones de las cuales deriva, entonces, un encadenamiento causal que le resulta así muy fácil. Nos acusa, en el capítulo del delito de "daño en propiedad ajena", de todos los perjuicios y destrozos ocasionados por las demostraciones callejeras.

"Ver para creer" eran las palabras con las que designaba a este método uno de los testigos de la Pasión, Santo Tomás, a quien se le conoce como El Tonto, para distinguirlo de Tomás de Aquino, el teólogo, que no tenía nada de tonto.

Estamos aquí, en este lugar al que se nos ha traído, para asistir a una extraña función, cuyos fines verdaderos es precisamente lo que tratamos de poner al descubierto. Como vemos, el método de Santo Tomás el Tonto, nos conduce a bien poca cosa.

Sin embargo, no ha de ser tan malo, por cuanto que es el método que aplicó el Ministerio Público para hacernos llegar hasta aquí... en este acto, reunión, concurso, entrega de premios o lo que sea -pues puede serlo todo, hasta campeonato de insomnio, en que, a fuerza de ser justos, el señor juez se llevaría el primer premio, ya que es el único a quien la ley obliga a no dormirse-, campeonato o concurso al que nos hemos visto en la necesidad de asistir al margen de nuestra voluntad.

El Ministerio Público está obligado a creer en lo que dice. La ley exige que sus acusaciones se funden en pruebas, puesto que nadie puede creer en nada si no se le ofrecen las pruebas de aquello que se le dice, o si las pruebas salen de la nada. De otro modo el Ministerio Público no sabría ni conocería las causas por las que cree que nosotros somos esos mismos delincuentes comunes sobre quienes pide que recaigan determinadas sentencias.

El Ministerio Público... para obtener las pruebas que necesita, debe entonces ver, oler, gustar, oír y tocar los hechos. Ahora bien, como una sola persona no puede hacer todo esto respecto a todos los hechos, y ni siquiera por lo que respecta a un solo hecho aislado, el Ministerio Público dispone de un órgano de los sentidos con el cual olfatea, acecha, vigila, espía, escucha, y establece los hechos (esto por cuanto hace a los sentidos de la vista y el oído); y toca, palpa, estruja, hiere, tuerce, lastima a las personas (esto por lo que se refiere al sentido del tacto), para finalmente, saborearlo todo (esto por lo que se refiere al sentido del gusto). Dicho órgano de los sentidos tiene su nombre: Dirección General de Averiguaciones Previas.

Pero aquí parecería que omitimos un sentido: el del gusto. En efecto, porque tal órgano de los sentidos no tiene gusto propio. La Dirección de Averiguaciones Previas no huele, no oye, no ve, no hace nada que no sea de acuerdo con el gusto del Procurador. Y de éste ya se sabe a qué gusto obedece.

El Ministerio Público cree, desde el principio, en la culpabilidad que se desprende de las pruebas, con la creencia inmediata de Santo Tomás el Tonto. El juez se tarda un poco más en creer, con la cautela reflexiva y más conservadora de Santo Tomás el teólogo. Pero el agnosticismo teológico del juez resulta de muy corta duración. No dura sino el plazo de las 72 horas en que debe dictar el auto de formal prisión.

El juez cree en el delito del acusado como una presunción, como una probabilidad. En cambio el Ministerio Público cree en el delito como una certeza.

En el caso nuestro, no obstante, se produce un fenómeno curioso enormemente revelador. La diferencia entre presunción y certeza se disuelve, desaparece, y unifica los dos conceptos de las diferentes atribuciones del juez y del Ministerio Público en una sola e indivisible relación conceptual: la evidencia, para ellos, de que no somos procesados políticos, sino delincuentes comunes.

¿Qué significa esto? Significa precisamente que la distinción que obra a favor de los presos comunes al considerarlos presuntos responsables de la comisión de un delito, en nuestro caso es nula, no obra, no existe y nos condena de antemano, puesto que ya se nos considera autores de robos, depredaciones y homicidios, desde que el juez dictó la formal prisión, y no se trata sino de establecer el grado en que cometimos dichos delitos, por lo que el juez ya tiene listas las sentencias.

¿Cómo calificar esta actitud, ya no de este señor juez y los representantes del Ministerio Público, aquí presentes, sino del Poder Judicial que la tolera y la aprueba sin que a sus integrantes se les caiga la cara de vergüenza?

La unilateralidad, la parcialidad, el carácter dogmático, excluyente, autoritario e impositivo del concepto con que se nos impide el acceso a la definición de procesados políticos, en virtud de su propia naturaleza, deviene, en la realidad práctica de los hechos, como parcialidad amañada, facciosa, partidista, de la conducta misma del Poder Judicial.

Por cuanto el Ministerio Público (o sea la Procuraduría de Justicia), y el juez (o sea, la interpretación de la ley), funden sus atribuciones en una sola y unificada actitud, quiere decir que este expediente puede funcionar, a voluntad y de modo idéntico, en cualesquiera circunstancias y al margen de la ley, cuando así lo requieran los intereses políticos de la persona encargada del mando supremo de la República.

Cuantas veces se ha requerido al señor presidente de la República por nuestra libertad, mantiene invariablemente una rígida y lacónica respuesta: "Están en manos de sus jueces", dice el Jefe del Poder Ejecutivo.

¿Quiere decir esto, entonces, que el ejecutivo considera jueces a estas personas, a estos señores, ante quienes comparecemos para que nos sentencien a seis, siete, trece, dieciocho, veinte, veinticuatro, treinta, cuarenta y hasta cincuenta y nueve años de prisión, como lo reclaman los representantes del Ministerio Público? ¿Penas que exceden los años de vida que tiene la mayor parte de los jóvenes acusados, algunos de los cuales son adolescentes que yo mismo he visto crecer aquí, que han aumentado de estatura aquí, durante los casi dos años de prisión que llevamos?

Estos representantes de los poderes políticos de la nación -los del Ejecutivo y del Judicial- se asocian como personas para desdecir de la representación que ostentan para mistificar y falsear sus funciones; para convertir en espurios tales poderes, alterar el sentido de la misión que tienen, conculcar la ley y subvertir, con ello, el régimen de derecho que debiera normar la existencia de la República. Se asocian, entonces, para delinquir: constituyen en suma, una asociación delictuosa.

¿Pero es acaso ésta toda la realidad institucional, es decir, anticonstitucional, que impera en el país? No, ni con mucho. No es necesario mucho ni ir demasiado lejos para considerar, en sus términos reales, lo que es, en México, el Poder Legislativo.

Por poco que se mire a través del prisma de los bajos intereses y las ruines pasioncillas en que se descomponen los elementos que integran el Poder Legislativo; por poco que se mire a través del prisma político con el que se revelan los colores miméticos que adoptan estos corpúsculos legislativos, en seguida aparece la banda presidencial.

Por supuesto no nos referimos a la banda simbólica con que se significa, en el pecho de un presidente de la República, el ejercicio del Poder Ejecutivo. No. Nos referimos a la banda de turiferarios y maleantes políticos que aparecen a cada nuevo cambio de representantes de ambas cámaras ya bajo un nombre u otro. Banda que se organiza para servir los designios y mandatos de la Presidencia de la República, cualquiera que sea el presidente en turno.

Hay que repetirlo. La no existencia de presos políticos ha terminado por convertirse, para el régimen, en un punto neurálgico, donde hace crisis toda la demagogia de su estructura. En México no hay presos políticos porque le disgusta mucho al presidente que se lo digan. ¿Le irá a disgustar del mismo modo al futuro presidente de la República?

En su IV Informe de Gobierno, el primero de septiembre de 1968, el presidente de la República, Gustavo Díaz Ordaz, declaró ante la representación nacional, solemnemente reunida para escucharlo: "No admito que existan 'presos políticos'; preso político es quien está privado de su libertad exclusivamente por sus ideas políticas, sin haber cometido delito alguno".

¿Quién es, constitucionalmente hablando, el C. Presidente de la República para afirmar ante el Congreso reunido en pleno, ante la Suprema Corte, sus ministros y sus magistrados, también ahí presentes; quién es -repetimos- el C. Presidente para decir y afirmar en forma categórica, ante los otros dos poderes de la Unión: no admito que existan presos políticos?

No es el Poder Ejecutivo el órgano que tenga facultad alguna para admitir o no la condición jurídica, real o supuesta, en que se encuentren las personas que han perdido su libertad en el país. No es el presidente de la República el que puede calificar a su antojo -o fuera de su antojo- la naturaleza de unos delitos u otros; de ninguno, para decirlo con toda claridad. No es el presidente de la República la persona con autoridad alguna para decidir qué son y qué no son las ideas políticas, ni siquiera qué son las simples ideas, políticas o no.

No hubo un solo diputado, un solo senador, un solo magistrado que elevara su voz de protesta contra aquel delito de Estado que se perpetraba delante de ellos, delante de sus propias y respetabilísimas narices.

No hubo entre esa gente ningún Serapio Rendón, ningún Belisario Domínguez, ningún Fidel Jurado. ¿Y cómo iba a haberlos?, hace muchos, muchísimos años que el Poder Legislativo no da hombres de esa calidad.

Esta historia real en la que se enuncia el México nuevo, se hace visible, después de años enteros de silencio y sumisión, en las grandes manifestaciones democráticas de la juventud del año 1968.

El reverso de esta historia, su negociación, la antihistoria de México, se objetiva y se expresa a partir de las palabras del presidente Díaz Ordaz, vertidas en su IV Informe de Gobierno.

De esas palabras se produjo, inmediatamente después -a los 18 días y cuando el día 13 había desfilado por las calles de la capital una manifestación, la más ordenada, la más disciplinada, de cuantas había habido hasta entonces, la Manifestación Silenciosa de la Universidad entera y de todos los estudiantes de educación superior-, la ocupación militar de la Ciudad Universitaria, y luego, el 2 de octubre, la matanza de Tlatelolco. El presidente anunció esto desde el primero de septiembre y advirtió claramente que dispondría del Ejército, apoyado en el Artículo 89 de la Constitución. Ya veremos más adelante cómo el presidente se apoyó de un modo falso, espurio, mañoso, tramposo, en este artículo constitucional.

Del Informe Presidencial de septiembre de 1968 hasta los procesos de 1970 contra los presos políticos, hay un lapso cargado de enormes significaciones históricas. Es comprensible que el Ministerio Público y el juez que habrá de sentenciarnos estén negados para comprender estas significaciones.

Cuando menos esto expresa, sin ninguna duda, la razón que lo mueve a inventar delincuentes comunes donde sólo existen, real y verdaderamente, procesados políticos.

Ahora quiero decir unas cuantas palabras respecto a las acusaciones personales que formula contra mí el Ministerio Público. No me voy a ocupar sino de una sola de ellas. Son tan banales y tontas las acusaciones que lanza el Ministerio Público, que resultaría ocioso repetirlas aquí. En algunas de ellas, por ejemplo, se me acusa de usar barba. Se dice "alguien al que llamaban maestro Revueltas, que en la Facultad de Filosofía dio una conferencia sobre la autosugestión (así literalmente, en lugar de autogestión) usa barbas y además habló de un personaje legendario, el Tlacatecuhtli, al que comparó con el presidente de la República...". Se comprenderá que no quiera ocuparme de estas tonterías.

Pero me interesa una de las acusaciones del Ministerio Público, no porque no esté de acuerdo con ella, sino porque no sabe formularla. Me acusa de ser partidario de la dictadura del proletariado. ¡Por supuesto que soy partidario de la dictadura del proletariado! Pero no de la que inventa el Ministerio Público y que pretende que sea aquella por la que luchamos. Dice el Ministerio Público que intentamos cambiar la esencia de México o de su Estado. ¿Cambiar su esencia? ¡No, señores del Ministerio Público! ¡Encontrarla, descubrirla!

Pero no sólo por cuanto a México, sino por cuanto al mundo. Tal fue, tal es el sentido del año de 1968. ¿Qué representa 1968 si no es la búsqueda de esta esencia, la desmitificación de la realidad enajenada? Lo estamos demostrando hoy, en 1970, al desmitificar este proceso, al demostrar su irrealidad y demostrar la irrealidad histórica del régimen que nos gobierna. 1968 es el inicio, por la juventud de México, del proceso desenajenante que dará al país una historia real, por primera vez. Porque no tenemos esa historia. Se ha falseado esa historia, como historia escrita y como historia política y social. No que el movimiento de 1968 se propusiera instaurar la dictadura proletaria. Muy lejos de ello.

El movimiento de 1968 habla de un lenguaje proletario en virtud de una razón histórica. Porque diez años antes había sido aplastada la huelga ferrocarrilera, y en esta huelga, todos los sectores de la sociedad veían la perspectiva de su propia independencia política, aplastada a su vez por el totalitarismo del monopolio, que no deja respirar a la nación, que la asfixia, que no la deja vivir.

En México no es una clase determinada la que tiene el mando. Es un "club del Poder", por encima de la sociedad, que disgusta y oprime a los más vastos sectores sociales, entre los que se encuentran ante todo, la clase obrera y las clases medias.

Se trata de desmitificar al país de su raíz. Y aquí volveremos a la naturaleza de nuestro proceso. El presidente pudo asumir la responsabilidad de lo ocurrido en 1968, la responsabilidad "moral, histórica, jurídica" y todo lo demás, porque ya contaba con la complicidad previa del Congreso y del Poder Judicial desde su IV Informe de Gobierno. El presidente se sirvió mañosa, arteramente, tramposamente del Artículo 89, fracción VI de la Constitución, en el cual pretendió apoyarse para llamar al Ejército y arrojarlo contra el pueblo.

El presidente Díaz Ordaz se apoyó, pues, mentirosamente, en este artículo de la Constitución, pues para decretar la movilización general del Ejército, se requiere la autorización del Congreso.

Terminaré con una evocación que no puedo llamar de otro modo, por su cursilería, que como una evocación patriótico-sentimental. La ha suscitado en mí, la naturaleza de nuestras próximas sentencias. Nuestra sentencia ya está decidida de antemano. No depende de nuestros supuestos delitos. Nada tiene que ver con los principios constitucionales, con el respeto a la democracia, ni con la Ley, ni con el Derecho. Nada tiene que ver con la realidad, aunque sus efectos serán muy reales, en los años de cárcel que a cada uno de nosotros le correspondan. Está decidida porque "en el cielo de nuestro destino (político) con el dedo de Dios se escribió".

Y todos sabemos quién es ese Dios, quién es ese Tlacatecuhtli sexenal, que ata los vientos y desata las tempestades. Pero, ¿podrá detener el tiempo de la historia?

1 comentario:

生魚片Alex dijo...
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