Publicado en Reforma, Sección Cultura, el 2 de junio del 2007.
José Ramón Enríquez
Creo que todos coincidimos en que el adjetivo teatral más cercano a la figura de Juan José Gurrola es el de dionisiaco. Hiperbólico, desorbitado, audaz como ninguno, seguro de dominar el fuego de la creación y capaz de emprender acciones que para muchos otros resultarían impensables. Genial, en una palabra. Poseído y poseedor del Genio, con G mayúscula como su propio apellido, y fiel a su servicio por encima de cualquier obstáculo.
A la hora de su muerte, hago memoria. Mucho tenía, hasta en el físico, de Dylan Thomas, el autor de la primera puesta suya a la que asistí: Bajo el bosque blanco. Gurrola nació en
No son encuentros casuales, son hilos de una tela mágica que hermana a seres de tal calibre. Seguramente tejida por el Genio. Por ello, también Gurrola podría titular su autobiografía Retrato del artista cachorro, para jugar con las obras de culto o para llamarse a sí mismo young dog.
No recuerdo su Despertar de primavera de Wedekind, pero oí hablar tanto de esa puesta que mezcla realidades con ficciones en mi memoria. Ya para Bajo el bosque blanco tendría yo de
Director de gran oído, su gusto por el inglés lo llevó a la empresa enorme de traducir a Shakespeare y montarlo con encontrados pareceres. El debate y la discusión ocurrían con todo lo suyo. Pero tal vez su traducción de Hamlet fue uno de los trabajos más acariciados a lo largo de más tiempo.
Otra obra que viene a mi memoria, también isabelina y también inglesa, Lástima que sea puta de John Ford. Recuerdo también la impresionante belleza de Vera Larrosa, que ahora he reencontrado como musa infrarrealista de Roberto Bolaño. Se me antoja que todo fue perfecto en esa puesta. Desde la escenografía de Alejandro Luna hasta su último detalle de dirección. Y, desde luego, la veneración al texto del poeta isabelino. Otra vez el genio de la lengua inglesa vertido al castellano con un cuidado que apenas ha existido en nuestra escena.
Es el mismo caso de La tragedia de las tragedias, de Henry Fielding, el autor del pícaro Tom Jones. Pero también el genio de nuestra lengua estuvo presente en su obra, y por ello llevó a escena el Landrú de nuestro Alfonso Reyes, así como, posteriormente, las inolvidables Noche de los asesinos de José Triana o Los motivos del lobo de Sergio Magaña.
En su última etapa montó a e. e. cummings, a Musil, a Ibargüengoitia, a Juan García Ponce y el Miscast de Salvador Elizondo, otro genio dionisíaco como lo fue Gurrola. Tras el encuentro con Elizondo y la puesta de Miscast tomó forma su Técnica G, una propuesta actoral que trasciende lo trillado para entrar a los terrenos del sueño y de las posibilidades expresivas de eso que él entendía tan bien y que se llama Genio, y se escribe con G, como Gurrola.
Muchos discípulos suyos hay por los escenarios que podrán explicar a los legos
Ese proceso que inmejorablemente resumió el mayor dionisiaco de estos dos siglos, Pablo Picasso: “Yo no busco, encuentro”.
Juan José Gurrola, sin buscar, encontró. Y si le llamamos “el niño terrible de nuestro teatro” decimos bien, porque los niños como él, siempre capaces de admirar, siempre boquiabiertos, saben encontrar.
2 comentarios:
Yo leí la noticia y supe que algo estaba pintando una raya en el tiempo, saludos!
De esas rayas que no se borran, querida Alma de cántaro. Saludos de retache.
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